futuro imperfecto

Futuro imperfecto,
en prosa y en verso.




1.

Corría el año 1.984 y las oscuras predicciones de George Orwell no acababan de materializarse. Sin embargo, la movida madrileña estaba en su apogeo. Madrid rebosaba de música alternativa, arte conceptual y vida nocturna. 

En aquella época yo tocaba el bajo en un grupo de rock experimental llamado “futuro imperfecto” que, aunque no era muy conocido, tenía un pequeño círculo de seguidores en ambientes alternativos.




Era una calurosa tarde de setiembre. Susana, una atractiva periodista a quien yo rondaba discretamente hacía algún tiempo, me había invitado a una fiesta. Por supuesto podía llevar algún amigo, añadió. 

Se lo comenté a Alex, batería del grupo, quien se apuntó de buena gana. Era un tipo divertido, con un carácter alegre y social, aunque algo superficial, en mi opinión.

Al llegar a la fiesta Susana nos recibió sonriente, guapísima como de costumbre. A su lado estaba Lola, una morenita simpática y regordeta, a quien me presentó entre grandes elogios. Yo, naturalmente, les presenté a Alex, observando con desazón la linea de interés que se creaba entre él y Susana.

Era algo obvio el caso de Alex, pues era una especie de ligón indiscriminado y su interés abarcaba a todas las chicas guapas, sin distinción de ideologías. 




Más raro era lo de Susana, pues, según me había comentado, ella daba especial importancia a la primera impresión, basada no solamente en aspectos estéticos obvios, sino en un feliz sentido integrador de percepciones e intuiciones que, según ella, proporcionaba una vista panorámica sobre la persona en cuestión. Y no solía engañarse, insistía.


A todo esto, la simpática Lola se interesaba por detalles de mi existencia y ya desde el principio se adivinaba una mente ingeniosa y divertida. 

Su temática era variada y bien elegida, desde sus impresiones sobre la última edición de Arco, al último concierto de Alaska en el Rockola. 

Yo seguía interesado su conversación, entre miradas de reojo al encuentro entre Alex y Susana.

El último disco de Nirvana sonaba a todo volumen, provocando el entusiasmo de los asistentes, y había que arrimar las orejas a los labios para mantener viva la conversación. 



Los cuerpos se movían al ritmo trepidante de la banda de Seattle y las bocas trabajaban sin descanso, parloteando al mismo tiempo que ingiriendo humo y líquido en diversas cantidades. Si, Lola conocía bien el disco y había publicado en su blog un comentario, aunque a ella le iba más la onda de Radiohead. (aviso)


Susana me sonreía con complicidad. En un determinado momento se atrevió hasta a guiñarme un ojo. Lo había hecho por mi. Me invitó a la fiesta para presentarme a aquella amiga simpática e inteligente, de gustos parecidos a los míos, dando por supuesto que yo no daba tanta importancia al físico, pues ese era mi hipócrita discurso habitual.

La inteligencia es belleza. Una mente despierta es más atractiva que una cara bonita o un cuerpo escultural. Con este alarde de demagogia pretendía ligarme a Susana, y ahora ella estaba segura de haberme hecho un favor.

Y lo peor, estaba feliz al observar que el favor era recíproco. Yo también había tenido la idea telepática de presentarle a un amigo interesante. Bajo el prisma embellecedor del atractivo físico poco importaba la profundidad de la conversación, y allí estaban los dos encantados hablando de banalidades, probablemente.


Nos hicimos un selfie los cuatro y a continuación Lola salió a la terraza a intentar mandar un sms, pues dentro no había cobertura. Susana se le unió a continuación, blandiendo también su móvil. (aviso)



Alex, entusiasmado, se deshacía en comentarios cómplices sobre su habilidad en ligársela. En su simplicidad, daba por supuesto que todo era mera casualidad, y que ella era para mí sólo una amiga. Por alguna extraña razón, presuponía una amistad inocua, sin otro interés por mi parte.


El, en cambio, si sentía dicho atractivo y ya no dudaba en hablar de flechazo recíproco. Era el tipo de chicas que le iban (sólo a él) por alguna razón que no sabía explicar.

En su entusiasmo, bromeaba resaltando mi papel de intermediario casual. Había contribuido a una buena obra. El, con su olfato de cazador, ya había sentido el olor de la conquista. Había color. La magia había funcionado. 

Para colmo, cortésmente equiparaba su conquista con la mía. Con redoblada complicidad, me daba codazos de amigo íntimo celebrando la excelente sorpresa de Lola. Por lo visto, todo iba bien para todo el mundo...


 2.

-Excelente, Juan, excelente…
Vamos a parar por hoy,
para no forzar mucho la mente-

Conectado a cientos de cables
electrodos y aparatos,
un envejecido Juan
asintió con aire cansado.

El Instituto Lapsus era una referencia
en la implantación de memorias humanas
en sistemas robóticos integrados,
muy en boga en los últimos años.

En la sala de grabación de memorias
repleta de pantallas e indicadores,
había expertos en inteligencia artificial,
neurólogos, técnicos e historiadores.




Se trataba de transferir los recuerdos,
emociones y rasgos de personalidad
a un robot que tendría
hasta una apariencia similar
a la del cliente en su juventud.

La psicóloga explicaba,
con un deje de picardía, 
que la carga emocional del episodio
 sin duda había contribuido
a mantener una memoria
muy detallada de lo ocurrido.

Pero había un par de datos
pendientes de verificar.
Confirmaron que Nirvana
aún no existía en los ochenta,
ni tampoco había móviles en la época.




En aras de la fidelidad histórica,
habría que cambiar esos detalles
por U2 y una cabina telefónica.

El neuropsiquiatra aclaró
que era habitual insertar en el recuerdo
contenidos de épocas posteriores,
sobre todo si eran elementos
 que luego pasaron a ser imprescindibles.
Tendemos a creer que siempre
han formado parte de nuestras vidas.

Pero por hoy ya era suficiente,
mañana seguiríamos con la movida.












3.

El Instituto ocupaba un moderno edificio
  en las cumbres de la Pedriza,
encajado entre moles de granito.

Sus exteriores revestidos de espejos
multiplicaban el paisaje rocoso
en un caleidoscopio geológico.

Ascensores y escaleras mecánicas
facilitaban el transporte de peatones
 al lujoso barrio residencial,
lejos del calor y decadencia
del viejo Madrid central.

Estábamos en julio del 2059 y sí,
las cosas habían cambiado mucho desde 1984.
Tres cuartos de siglo no pasan en balde.



Juan salió con calma del edificio,
un poco desorientado
por el exceso de información.

Ya iba bastante mayor,
aunque con una salud razonable
 para su avanzada edad,
gracias a los avances
de la medicina actual.

Al cumplir los 100 años
había decidido invertir sus ahorros
en el programa de transferencia de memoria.

Transmitirle al pobre robot
las aburridas historias,
con la atrevida pretensión
de eternizarse a sí mismo
en circuitos de silicio.


Aunque había que reconocer
que era una experiencia inolvidable.
Un sinfín de aventuras y emociones,
largo tiempo olvidadas,
retornaban de repente
con una nitidez inusitada.

Tantas vivencias, pérdidas, logros,
  todavía quedaba alguna lagrimita que soltar
y alguna alegría por celebrar,
entre tantos caprichos del destino.
A saber que haría el robot
con todo ese desatino…

El problema existencial
no estaba resuelto por la ciencia,
aunque parecía haber avances
en el tema de la conciencia.



4.

Sumido en sus pensamientos
Juan decidió acercarse al centro
y cogió el primer aerobús
que iba a Plaza de España.

En pocos minutos sobrevolaban
los rascacielos de Chamartín
mientras las pantallas anunciaban
un retiro de meditación
en la estación espacial Siddhartha.

Según los maestros budistas,
la contemplación del cosmos
y la ausencia de gravedad
facilitaban la comprensión
de la experiencia espiritual.





Poco después el aerobús se posaba
en la terminal del templo de Debod.
Ya caía el atardecer,
en la escuela de calor.

Grupos de turistas chinos
se bañaban en las fuentes
y deambulaban desnudos por la plaza,
con sofisticadas infogafas
que traducían en tiempo real
y grababan el contenido
cognitivo y sensorial.

En el cielo anaranjado se recortaban
diversos vehículos aéreos
que sobrevolaban la ciudad.
El tórrido asfalto ahora
era de uso peatonal.


Con aire pensativo recordaba
sus películas favoritas
y sus profecías exageradas.

Las predicciones de Orwell
en el año de la fiesta,
luego vino 2001,
 donde la única odisea
fueron las torres gemelas.
 Blade Runner en 2019
con androides de otros planetas.
Todas eran ya anacrónicas:
Ciencia ficción obsoleta.

Caminando por las calles del centro,
se preguntaba si su modesta historia
de transferencia de memoria
engrosaría ese nuevo subgénero.