1.
Abrirse
paso a través de la selva virgen
no era un juego de niños.
no era un juego de niños.
El calor era
abrasador
y la humedad, propia para peces.
Mosquitos y parásitos de todo tipo
celebraban
un permanente
banquete con nuestra
sangre
aderezada con el abundante sudor;
un terrible e insoportable picor
era la nota
dominante de la experiencia.
Los
sobresaltos eran continuos:
una
hermosa planta carnívora
rebañaba con deleite
el esqueleto de un pequeño
roedor,
seducido por los
colores de la flor.
Un poco mas
allá, un gracioso colibrí luchaba inútilmente
por escapar de una enorme tela de
araña,
mientras el monstruo
peludo se acercaba
lentamente,
como relamiéndose, ejecutando
una delicada danza
sobre la
armoniosa tela construida con tanta paciencia.
Era necesario estar permanentemente alerta
en el aquí y ahora de la supervivencia.
Realmente no exageraban en la agencia,
cuando prometían una aventura inolvidable.
Cada paso
encerraba un peligro potencial,
como aquella raiz retorcida que parecía sólida y
fiable,
y comenzó a deslizarse lentamente
convirtiéndose en serpiente.
2.
Después de
horas de selva agobiante,
finalmente empezó a clarear.
finalmente empezó a clarear.
Habíamos
llegado a la región de los pantanos,
una zona claramente identificable en el mapa
como una gran mancha
azul
en medio de
la inmensidad verde.
Aquella extensión de cielo y juncos,
separados por un
horizonte recto y limpio,
era un verdadero placer para los sentidos.
Y el punto
desde donde observábamos
la extensión pantanosa
también era identificable en un
buen mapa.
Una pequeña península de
tierra firme
que se internaba en la mancha azul.
Aquel
lugar tenia personalidad geográfica definida,
coordenadas precisas y esto me
hacia sentirme situado,
tras la interminable caminata por selvas anónimas.
No se veía el agua, pero todo
era agua.
Agua cubiertas de juncos
ondulándose armónicamente al ritmo del
viento.
Altos árboles solitarios se extendían aquí y allá,
recortándose con decisión contra el azul celeste.
Subimos uno
por uno en un inestable cascarón,
que se balanceaba de forma inquietante
al
recibir a cada nuevo pasajero.
Los nativos desplegaron una gran vela
triangular
y la
embarcación se adentró en la maraña vegetal,
que nos golpeaba suavemente en el
cuerpo y la cara.
Una vez
orientada y viento en popa,
la nave adquirió una velocidad
insospechada
y el cosquilleo
de las plantas en la cara
resultaba
incluso agradable.
Surcábamos los juncos sin ver nada,
excepto algún que otro
cocodrilo
que, de vez en cuando,
abría las
fauces desafiante,
siendo
ahuyentado sin contemplaciones
por los nativos, a golpes de remo.
por los nativos, a golpes de remo.
3.
Las
copas de los árboles se recortaban
contra los colores cálidos del cielo.
contra los colores cálidos del cielo.
Millones y millones de hojas
dibujaban la imagen vegetal del viento.
El sol y las nubes se expresaban
con su elegancia habitual,
creando
composiciones abstractas
que la naturaleza exponía gratuitamente.
Pero tanta belleza podía transformarse
inesperadamente en un peligro.
Las nubecillas
naranjas
que salpicaban graciosamente el cielo
se estaban uniendo con
sorprendente velocidad,
y su despreocupado color maíz
se transformaba
rápidamente en un sombrío grís.
El caluroso atardecer veraniego
cambiaba de
aspecto a cámara rápida.
Allá
arriba, nítidamente recortada
sobre un cielo todavía azul,
la punta del iceberg
algodonoso
esculpía atractivas formas redondeadas
que se teñían en tonos
rosados,
por el contacto con los rayos solares.
Soportando
estas bellas composiciones de humo,
nubarrones mucho más oscuros se reunían
en
volúmenes verdaderamente inquietantes.
Haces esporádicos de luz solar
imprimían
un toque místico al conjunto tormentoso,
del cual empezaron a brotar descargas
eléctricas
que parecían nacer y morir allí mismo,
en el gran generador eléctrico
que se aproximaba,
imponente como un dios irritado.
Debajo
de la electronube,
sólo quedaba una capa gris, tenue y uniforme,
una cortina de
agua que convertía el mundo
en un borroso paisaje en blanco y negro.
Los rayos
iluminaban el oscuro panorama
como flashes de una cámara fotográfica divina.
Era
el diluvio, a bordo del frágil cascarón.
4.
Tras eternidades de ducha intensiva,
finalmente
llegamos a la aldea descrita en el folleto.
Había alguna
chozas y varios barcos similares al nuestro.
Había parado de llover, estaba
anocheciendo
y los mosquitos celebraban su happy hour
con especial sadismo.
Los nativos de
los pantanos,
al parecer
antiguos caníbales,
se dedicaban ahora al ecoturismo,
tras recibir un curso de
una ONG danesa.
Eran gente sencilla, muy amables y hospitalarios.
Los niños correteaban semidesnudos,
sonriendo para la cámara.
Siguiendo las indicaciones
del que parecía ser el
jefe,
nos sentamos en una mesa circular
en torno a un obelisco sagrado,
dispuestos a aceptar su hospitalidad.
Unos extraños
moluscos pantanosos
parecían ser el plato fuerte de la cena.
Se abrían
golpeando con una piedra
la dura concha protectora,
bajo la cual se ocultaba
una masa
gelatinosa
que, en contacto con la luz,
empezaba a moverse
nerviosamente.
Era en este
preciso momento
cuando había que
ahogar al molusco
en una salsa amarilla,
terriblemente picante,
y comérselo de
un bocado mientras todavía se movía,
pues decían
que así era mucho más sabroso.
Enseguida,
sobrevenía una terrible sed,
que saciábamos con el famoso licor local,
un líquido
explosivo obtenido de la destilación,
por métodos tradicionales,
de una
selección de plantas carnívoras de la zona.
Las plantas
eran apiladas y exprimidas
en unas plataformas circulares,
en las
cuales los nativos orinaban con total naturalidad,
produciendo un proceso de
fermentación natural
cuyo resultado era el apreciado licor.
Era costumbre,
al parecer,
que los visitantes orinasen en la plataforma,
para
enriquecer la bebida ancestral.
5.
En el calor de
aquella noche tropical,
los nativos entonaron
las
desgarradas melodías de los pantanos.
Eran cantos profundos y
melancólicos,
que parecían
surgir de los mas hondo de su ser.
Esporádicamente surgían
improvisados bailarines que,
arrebatados por la potencia visceral del
ritmo,
se
desmelenaban en súbitas explosiones de energía,
imbuidos en una especie de
trance.
La voz mágica
de los indígenas
flotaba en medio de la noche como un péndulo
que nos transportaba caprichosamente
de la euforia a la tristeza
profunda.
La
temperatura ambiente y la del licor
parecían coincidir a cuarenta
grados.
Creo que había bebido
demasiado
y todo daba vueltas a mi alrededor.
Completamente ebrio del demoledor
brevaje,
conseguí llegar dando tumbos
hasta una de las plataformas de fermentación,
donde contribuí con mis modestos vómitos
a la
elaboración del tradicional licor.
Nunca recordé nada
más.