Absténganse almas en pena





Absténganse almas en pena 

por Carlos Arias.


Si alguien busca la Salve Marinera o algo parecido, mejor que se dirija a otro libro. Sin embargo, le invito a abandonar la pretensión y tirar adelante, porque la ensalada que sigue no deja de tener su extraño interés, no por la altura lírica, sino más bien por los insistentes atentados que perpetra nuestro vate contra los cómodos convencionalismos o la métrica mansamente académica. Él va a lo suyo, en una amalgama de descaro y abandono, en la que también se funden muchos elementos de su vida, contados desde una perspectiva creo que deliberadamente casi pedestre.
El Carlos Boado Crespo más lejano en mi recuerdo aparece allá por los finales 60, en un Lugo que podía presentarse frío y gris o luminoso y cálido, según las estaciones y el capricho meteorológico. Cruzábamos las murallas hasta el aula donde el anciano maestro nos parecía entonces; hoy 54 años casi significan tierna juventud‒ nos mantenía a raya con su bronco humor, la exposición gloriosa de su autobiografía y su pasión por el fútbol, que merece un par de referencias orientativas: en junio de 1968 nos llevó de excursión hasta Vigo, donde se enfrentaban el Pontevedra ‒su equipo‒ y el Celta, ambos en primera división entonces. Se acercó a la taquilla y preguntó si los niños pagaban, a lo que el encargado ‒gallego, por supuesto‒ le respondió con otra pregunta, sin duda sibilina, relativa al número de beneficiarios que pretendía introducir al estadio. Con toda naturalidad, el hombre respondió que no más de treinta, con lo cual prácticamente quedó cerrada la negociación y disponible la tarde para otras cosas.
Aparte de esto, nos iniciaba en la vida democrática, no por la exégesis del Caudillo -que ocupaba un muy estimable segundo lugar, tras la suya propia- sino porque semanalmente dedicábamos media mañana a cubrir por votación una quiniela. El método no parecía funcionar mucho mejor que en la política que vendría después, porque la media de aciertos creo que no pasaba de seis o siete por jornada. Según nuestro maestro esto tenía la gran ventaja de que el día en que consiguiésemos un pleno nos forraríamos, pero escapaban aquellos milloncejos cual en el cielo los vencejos.
Aparte de esto, Carlos y yo compartimos bicicletas y veranos. Miles de kilómetros en nuestras excelentes Gympsom, de horas de playa y de balones por la arena que acababan en los magníficos baños de Remior, a Cantábrico abierto, con la salmodia permanente de los adultos de no meternos más allá de la cintura. Caso omiso, claro, pero esto les permitía a los ociosos mantener su rollo a beneficio de inventario.
Dejemos esto y vayamos a cosas de mayor substancia: Carlos tenía, a sus ocho años, una excelente cultura y un léxico envidiable para la mayoría de los adultos. Si en el fútbol alguien perdía el balón, jamás le diría ‘Estás atontado’ o ‘gilipollas’ o algo parecido. No: él rompía la norma con un ‘Solo regateas a tu hermano cuando está ofuscado’, por poner un ejemplo. Conocía creo que todas las capitales del mundo y un montón de monedas, aparte de aparecer con frecuencia con datos estadísticos sobre asuntos de los que yo por lo menos no me hacía a la idea de que pudiesen existir.
Su familia trasladó el veraneo a otro lugar y fui perdiendo el contacto con él y con las magníficas paellas que preparaba su padre ‒pintor con estilo propio, muy interesante‒ con un camping-gas en el jardín. Tiempos de Bob Dylan grabado a micrófono de la radio, de noches alrededor del fuego en la playa y de sueños con bellísimas adolescentes inalcanzables, con las que compartíamos vehículos saturados de personal rumbo a las luces de todas las verbenas.
Allá estaba el complaciente block secreto para descargar las cuitas, y supongo que así empezaríamos ambos nuestras respectivas producciones líricas y oníricas.
Naturalmente, Carlos tiende a obviar cualquier sumisión a cobardes fórmulas de agrado, por lo que, como podemos comprobar aquí, ignoró lo que le podría recomendar cualquier preciado numen respecto de pulir la obra, ante la irrefutable evidencia de que la creación sale muchas veces del estropicio.
La vida a partir de ahí viene con experiencias que nos resultan impresionantes a quienes hemos vivido en provincias, en un radio de cien kilómetros escasos: se hizo funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores; se fue de bohemio a vender artesanía; reenganchó en el empleo público para largarse a Brasil y seguir por Filipinas, Lisboa y Nápoles, no sé si en este orden. Esto lo supe en parte por un amigo común, y el resto, por su relato en el reencuentro, treinta y tantos años más tarde, así como de su trabajo en la Agencia Española de Cooperación Internacional, donde tampoco la vida transcurre como en las mesas de dominó de nuestra amada Galicia.
De ahí viene el grueso de lo que contiene esta Poesía para astronautas que hoy nos concita. Selvas, fieras y pueblos de cruel pasado guerrero se unen; filosofía, lascivia y fabulaciones ejemplares circulan por estas páginas, al tiempo que desaparece la peana del prócer y la perfección formal se va a tomar por donde amargan los pepinos.
Confieso que, cuando llevaba leídos cuatro o cinco poemas, había encontrado fallos clamorosos de ritmo o de rima; desarrollos de gran potencia que caían en picado e ideas que parecían perder fuerza al primer escollo del raciocinio. Pero seguí adelante y empecé a ver la luz en el desastre; la fuerza de lo que nuestros viejos maestros habrían convertido con absoluta certeza en una mañana sin recreo o en una hora de rodillas contra la pared.
Me cuesta resistirme a adelantar el contenido del libro, pero me voy a limitar a un solo ejemplo: cuando el grupo de inocentes turistas navega tranquilamente por las aguas pantanosas, se abren amenazantes las fauces del temible cocodrilo. Todo apunta a la sublime tragedia; al heroico momento en que el audaz atleta o la joven intrépida mantiene el desigual combate con el monstruo anfibio. La sangre parece conjurada para derramarse en la escena, pero todo acaba con la temible fiera huyendo cobardemente de los golpes de remo que le asestan desde la embarcación. El mito de Tarzán al garete: se volvía loco de cara a la galería en lugar de solucionar de una forma tan simple, si tenía algún remo a mano.
No se deja llevar Carlos por la voz de la epopeya, ni cuando nos habla de pasados caníbales reconvertidos al ecoturismo, ni de polvos sin red ni de geografías vistas de modo insólito. Lo que ha vivido daría para infinidad de libros de aventuras, pero para qué volver con Salgari o con Melville, sin más ánimo que el de tocar las gónadas.
También me llamó la atención cómo, con el más absoluto descaro, pone en renglones cortados lo que, en mi opinión, tiene sonoridad puramente de prosa. Le veo calidad literaria ‒en algunos casos creo que podrían constituir magníficos arranques de novela, o pasajes muy interesantes de cualquier narrativa‒ y sé que Carlos tiene sentido poético, aunque aquí haya saltado en pelotas al estrado y orinando al público. Lo veo muy dueño de hacerlo ‒increíblemente, el papel lo ha aguantado estoicamente‒, pero también debo reconocer que su osadía me ha enganchado, hasta el punto de leer tres veces la obra en menos de una semana, y disfrutar con sus atropellos más en cada ocasión.
Si la persona que haya llegado hasta aquí no se integra en el gremio de la crítica circunspecta ni pretende imponer ningún canon, le recomiendo encarecidamente que continúe, y que se deleite con los contrastes entre las vivencias que refleja y la técnica con que las maneja.
Preparen su escafandra.
El placer pertenece a los audaces.
Carlos Arias
En Santiago de Compostela, a 16 de junio de 2020